lunes, 26 de marzo de 2012

Una incursión

Len supo cómo arroparme entre sus brazos. Yo, en cambio, nunca pude brindarle a él el calor humano que él me dio. Me acostumbré a verlo seguido después de la oficina, en mi departamento o en el suyo. Él me ayudó a sobrellevar la congoja de la ausencia de Belén, sobre todo cuando llovía y no había muchas posibilidades de salir a ningún lado. Len siempre tenía unas palabras. Su argumentación se basaba en la idea de que yo era exagerado y que no era para tanto. Belén había sido mi novia durante seis años año pero, sin embargo, creo que algo de razón tenía.
Todo en la oficina en donde me recordaba a Belu. Por lo que trataba de pasar la jornada laboral en la más completa indolencia. Sin embargo, una tarde llegué cabizbajo a lo de Len porque una chica del trabajo me había dicho algo lindo y eso me había recordado lo lejos que estaba del reinado de las mujeres. Me senté en el sofá de dos plazas y le conté el asunto. Él me habló con una cadencia grave y suave. Sin apuro, me desabrochó el botón del pantalón y bajo la cremallera. Len siempre tenía la caricia adecuada. Deslizó su mano amplia por debajo de mi boxer elastizado y cubrió por completo mi zona genital. Sin apretar, contuvo mi alicaído pene y mis testículos. Esa mano de verdadero hombre me infundía la vitalidad y la seguridad que necesitaba. Sin embargo, lo último que deseaba en ese momento era tener una erección. Quería poder sentir por el tiempo que fuere la tranquilidad y la calidez de su tacto.
Len me quería mucho. Pero era un tipo eróticamente generoso. Nos acostumbramos a salir juntos. Los sábados, los viernes y, a veces, los jueves. Yo me enfundaba unos pantalones de cuero, que no ajustaban pero le daban una forma atractiva a mi cintura, a mis muslos, a mi bulto, nos metíamos en el asiento trasero de un taxi e íbamos a un pub del microcentro de la ciudad, en la calle Reconquista. La primera vez hicimos ese viaje, me dijo:
-Vamos a ver a los chicos del club.    
Conocía a los chicos del club. Sin embargo, esa sería la presentación de mi incursión en el país de la homosexualidad masculina.
El país homosexual es una democracia en donde la tiranía belleza femenina ha sido desterrada. Si bien Len y yo practicábamos cierto fetichismo, en el país homosexual el tacto prima sobre lo visual. La igualdad entre los homosexuales masculinos está dada en que no existe el capital en la belleza ocular. Todos los hombres somos feos, en mayor o en menor medida. Solamente las mujeres ostentan el monopolio de la belleza. Las cosas eran distintas con la seducción entre masculinos. Un hombre podía atraer a otro por el tacto. Por la actitud cuerpo a  cuerpo. Libre entonces del yugo del capital de la belleza, el país homosexual fue para mi la tierra de la libertad.
Los chicos del club eran un grupo de gays que se reunían asiduamente en el pub de la calle Reconquista. Los había rubios, morochos, colorados, castaños morenos. Los había de vente, treinta y hasta cuarenta y poco de años de edad. Se conocían entre sí y, en uno u otro sector del boliche, el club podía contar con alrededor de veinte miembros. Estaban plagados de ademanes femeninos y les gustaba divertirse. Sin embargo, todos tenían un rasgo esencial de la masculinidad: la exterioridad. Los hombres tocan. Y los gays se tocan mucho. Y entre ellos. Se acarician y se aprietan, casi sin prejuicios con quienes poseen la ciudadanía. Era casi un saludo habitual que a mi, que había llegado allí de mano de Len como el mejor pasaporte, me tocaran la cola y me frotaran el pene por sobre mis pantalones cuero.
No tuve sexo con ninguno de los chicos. Sin embargo, con el correr de las salidas yo también aprendí a tocar con libertad y a provocar con caricias a cualquiera hombre que me interesase. Ellos se entusiasmaban con alguien nuevo. Eso me beneficiaba. Tanto es así que Len me propuso que, cuando fuéramos a la barra o al sector vip, yo me quitara los pantalones y me quedara solamente con un slip de látex negro que tan bien me quedaba y que dejaban la mitad de mis nalgas al aire. Eran noches calurosas. Con una camisa o una remera encima y mis infaltables borseguíes cortos con plataforma bastaría. La idea me gustó y la llevamos a la práctica. Me gustaba bailar y sentarme en una banqueta alta cerca de la barra vestido con pequeño slip de látex negro.   
La semidesnudez facilitaba aun más que los chicos me tocaran, sobre todo en la parte de adelante, si se decidían a frotarme el pene y a disfrutar de cómo crecía en tamaño. Pero aun si alguno optaba por hurgar con sus dedos en mi cola, y de paso, dejarme los elásticos del látex metidos entre las nalgas, nunca lo hacían de incógnito ni trataban de esconderse. Siempre sobrevenía una charla, por lo menos amistosa. El contacto entre hombres con nombres y apellidos era una parte fundamental del erotismo. De alguna manera, eso me reafirmó en mi deseo de tocar yo también y, entre caricias de aquí y allá, hacer nuevos amigos.
 Por cierto, algunos miembros del club eran reconocidos activistas en favor de los derechos civiles que corresponden a todos los miembros del país homosexual. Sin embargo, con todos sus amaneramientos y su festividad, los chicos eran sólo un sector en la territorialidad del país. Como decía Len, no todos son como ellos. Hay conspicuos caballeros, discretos, trajeados, con calvas que los distinguen de los que uno sólo se da cuenta de su homosexualidad, cuando besan descaradamente en los labios.
Una noche de jueves me había cansado de bailar semidesnudo y caminaba por el pub con un trago en la mano más o menos distraído. Vi a alguien de espaldas que llevaba puestos unos pantalones de cuero negro muy similares a los que yo usaba antes de tomar la costumbre del slip. Al igual que los míos, los de esta persona no eran una prenda ajustada pero le hacían una cola amanzanada. Se trataba de una cola redondeada, alzada y un poquitín ancha. Sus muslos eran fuertes. El pantalón también le afinaba un poco la cintura. Cuando la persona se dio vuelta, descubrí que sus mejillas coloradas también eran amanzanadas y que el cabello muy corto en la nuca, caía en una onda con gracia apenas echada a un costado en un flequillo casi sobre los ojos. Estaba claro. Era un mujer. Hasta tenía pechos. Era un mujer que me agradaba. Creo que charlaba con otra chica y un muchacho.
Fui a uno de los chicos del club y le pregunté quienes eran esos tres. Me dijo que no los conocía pero que a ella, la mujer amanzanada de los pantalones de cuero, la había visto una cuantas veces hacia unos meses.
Quedé pensativo un rato. Luego corrí hacia el guardarropas, pedí mis pantalones, me los puse, fui hacia Len que charlaba con unos amigos, y le dije que era tarde, que quería irme, que mañana yo debería ir a la oficina. Él advirtió cierta seriedad en mi y decidió venir conmigo.
En el taxi me propuso pasar por su casa y tomar un café. Acepté. No viajamos acurrucados entre nosotros, como otras veces en los taxis. Sin embargo, en la penumbra del asiento trasero del taxi, me prometí que esa misma noche le daría a Len lo que él se merecía de mi.

No hay comentarios:

Publicar un comentario