miércoles, 22 de febrero de 2012

La hélice de oro

La volví a llamar y quedamos en un bar. Habían pasado unos días. De rostro moreno con su largo pelo lacio, levemente ondeado que caía sobre la mitad de la cara, adelantada sobre la mesa, sonreía con la boca cerrada, un codo sobre apoyado y la mano con los dedos cerrados sobre la barbilla.
Mi espalda de camisa tirada sobre el respaldo de la silla. Yo negaba con el movimiento de los mofletes de la cara. Mis ojos vidriosos. Esta clase de chicas universitarias siempre parecen luminosas frente a un tipo como yo (ver http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/10/los-pelos-de-la-nuca.html ).
-Dele, profesor –insistía ella-.
-No sos mi alumna, Silvina.
-Eso mejora las cosas.
Un silencio.
-Mencionó mi nombre. Eso es un avance –retomo ella-.
Otro silencio.
-Tenés un libro mío –recordé yo-.
-Ya se lo dije, no lo tengo acá. Vamos a buscarlo, si acepta.
-Te aprovechás de un viejo.
-Cincuenta y pico, como seguramente debe tener usted, no es un viejo.
Silvina observó, notoriamente por arriba de mi frente, el teñido oscuro de mis ralos cabellos lacios. Bajé la vista y suspiré con fastidio.
-Si no me devolvés el libro quedarás fichada como una persona de muy mala estirpe.
-No creo que usted haya arreglado esta cita por un libro.
-Es un buen libro. Lo uso para preparar mis clases. ¿Qué estás haciendo vos en lugar de devolvérmelo en el acto? 
-Mis intereses son otros. Usted debería saber.
-Sos amiga de Yanina Gonzaga. Esa chica, sí es alumna mía.
-¿Qué quiere decir?
-Eso te anula, eróticamente hablando.
Silvina hizo un gesto de duda con la boca. La miré de frente. Comencé una mueca con un chasquido por el costado del labio. Pero ella no me dio tiempo. Sus labios y sus mejillas calidas y redondeadas rozaban mi rostro. Casi la besaba.
Apartó su rostro de golpe. Quedé con mi boca de camello con la lengua afuera.
-Encima esto es como un agravio –dije lento-.
-Usted me pinchó con su barba –hizo un gesto de nena-.
Se frotó su rostro de manzanita con las manos. Quise seguir enojado pero todo me parecía sorpresivo. Y, confieso, tomé conciencia de que bajo la cremallera mi pene estaba alzado.
-Vamos por el libro ahora –reclamé-.
Pagamos y nos levantamos. Seguí su cola algo ancha de minifalda de jean, sus botas altas beige sin taco y el resto de la pierna con medias largas negras de nylon. Tomamos un taxi. Bajamos en la puerta de un complejo de edificios de departamento en el barrio de Palermo, cerca de donde nos habíamos visto por primera vez.
La tarde comenzaba a caer. Hacía calor. Subimos solos en un ascensor hermético. En el piso 12 entramos a un loft amplio y solitario, de cortinas abiertas, de paredes de vidrios traslúcidos por las que se veía, en un gran plano general, el crepúsculo sobre los edificios. Algunos biombos dispersos. Algunos percheros. Columnas fierros con tachos de luces apagadas de 300 watts o más.
-¿Vivis acá? –pregunté-.
-Trabajo acá. Esto es un estudio de fotografía. Allá está el cuarto oscuro y sector de revelado –señaló una puerta cerrada de lo que parecía una habitación-. Yo aun vivo con mis padres.
Caminó hacia una mesa con patas de caño plateado rodeada por un par de sillas en el mismo estilo. Se detuvo. Me miró a los ojos.
-Ya que estamos acá. Permitame ponerme algo más cómoda –suspiró-.
Sin dejar de mirarme, desabrochó el botón de metal de su pollera corta. El jean cayó al piso. Las medias de nylon resultaron ser bucaneras sostenidas en la mitad de los muslos por ligas. Mi vista quedó subyugada. Bajo su ombligo de transparencias violeta claro apareció una tanga cavada de raso roja. Tensó los muslos y los separó un poco. Como si desperezara el sexo.
Sobre la fórmica de la mesa estaba La hélice de oro, de Arthur Kornberg.
-Su libro, profesor Makerián. Puede tomarlo.
Lo hice. Quedamos frente a frente. Ninguno de los dos se movió.
-Si va a besarme, me sentiría mejor si se afeite.
 Ninguno de los dos se movió.
-Dele, profesor.

En la penumbra del atardecer, el rojo del raso tiraba de la entrepierna. Dobló hacia un costado la cintura angostada, de trasparencias de blusa violeta muy claro. Cargó el peso sobre la pierna derecha. La puntera de la bota beige izquierda acariciaba el suelo. Casi rogó como una nena con los dedos entrelazados sobre el pecho.
Suspiré. No quería soltar el libro. -Si no va a soltar el libro, voy a tener que afeitarlo yo.
Sus mejillas brillaban como una manzana.

CONTINUARÁ

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