martes, 30 de agosto de 2011

Los dinosaurios del jardín

           Clara parecía una buena mujer. Obediente. Me invitó a pasar el tarde en su quinta en las afueras de la ciudad. Cuando llegué, atravesamos un living. Yo iba adelante. Llegué al jardín. Era amplio. Sobre una loma apenas pronunciada, había una pileta rectangular bastante grande con  reposeras al costado. Una regadera giratoria rociaba el césped. Un poco más al fondo, un quincho con techo de tejas y una mesa grande. El sol pleno de la tarde que se reflejaba en mis anteojos oscuros Ray-Ban. El ambiente olía a pasto fresco. Quedé frente al paisaje con mi bolso en la mano. Clara se acercó. Sonrió y posó su mano sobre mi hombro. La miré y logré una sonrisa que destacaba mi mandíbula ancha y mi barba de tres días. Caminé hacia el quincho. Alrededor de la mesa había ocho sillas de fierro. Me senté sobre una. Puse el bolso sobre la mesa. Ví venir a la cabellera de rulos rubiones de Clara. No era muy alta. Pero si pulposa.
-Ponete cómodo -me dijo-.
Me senté en una de las redondeadas sillas. Ella a mi lado en otro asiento. Se echó hacia atrás y sonrió.
-¿Qué tal tu trabajo?
-Bien. Bien –dudé-. ¿Las centrales de autopartes? Bien.
-Cierto, ¿vos eras encargado en el taller mecánico de tu papá y tu hermano, no es así?
-Bueno... es mio también. Además, son “centrales de autopartes” –corregí-.
Sus ojos brillaron.
-Un taller mecánico –insistió-. Un hombre rudo.
Sonreí amplio. La tomé con algo de fuerza por el antebrazo.
-¿Qué hay de vos? Se poco. Nos vimos poco.
-Digamos... Soy... Tengo una compañía que organiza eventos de alta gama...
-Qué bien –asentí- ¿Que clase de eventos?
Le acaricié el hombro descubierto. Sus pechos se destacaban por sobre la musculosa blanca elastizada. Ella me miró a los ojos. Es decir, a mis Ray Ban. Sin embargo, parecía que podía ver mi rostro. Ahogó una pequeña risa. Posó su mano suave e inmensa sobre mi pierna. Acarició mi jean grueso. Bajó su vista. Subió con sus dedos. Sus uñas apenas rasgaron el águila de la hebilla de redonda y de hierro del cinturón. Su mirada hizo una mueca sombría. Su mano pasó sobre la cubierta de cremallera, justo sobre mi bulto.
-Nos vimos una o dos veces. Pero me gustaste –dijo-.
Sonreí satisfecho. Ella siguió con su mano por la zona de mi bulto.
-Podríamos tomar algo –propuse-.
-Ya habrá tiempo.
Sonó el portero eléctrico a lo lejos, en el interior de la casa. Ella me soltó totalmente. Se levantó de su silla.
-Creí que estaríamos solos –dije mientras ella se alejaba-.
Clara revoloteó su mano por el costado en un gesto que no comprendí. De espaldas, se alejaban su cintura y su cadera ancha con el jean ajustado. La cola bastante grande y redondeada por el jean. Una mujer carnosa. Sería mi comidilla esa tarde, pensé. ¿Eso pensé? Abajo, sandalias sin taco.
Me sentí aplomado bajo la sombra. Observé a Clara como no la había podido ver del todo en aquella noche en el café, una de aquellas que ella recordaba que nos vimos. Los lentes me ayudaban con el resplandor.
Ruidos de puerta. Saludos mutuos. Una voz. Otra voz. Otra mujer. ¿Una reunión de amigas? Me pregunté que hacía yo allí. Aunque aun no veía nada.
Clara volvió caminando entre el césped. Detrás de ella venía una mujer joven. Era pulposa como ella. Vestía sólo una remera de algodón larga, en un tono muy claro de beige a modo de vestido que acababa apenas comenzaba la pierna. En la cintura ajustaba un cinturón muy ancho de cuero negro. Sus muslos estaban al descubierto. Eran fuertes y se movían con gracia bajo el verano.
Cuando estuvieron frente a la mesa, Clara dijo mi nombre.
-Ella es Xoana, una amiga.
-¿Ella estudia con vos? En realidad, no me dijiste que estudiaras –comenté-.
-No, Xoana es una amiga de la vida. Y yo ya estudié y acabé –aclaró-. Soy médica.
-¿Vos? ¿Estudiaste? –comenzó Xoana-.
No respondí. Solo volví a sonreir. Xoana se sentó a mi lado y me devolvió la sonrisa. Quedé entre las dos mujeres. Quedé mirando las botas cortas cuero negro, de taco y puntera aguda de la recién llegada. Xoana miró hacia donde yo miré y fue subiendo la mirada hasta que quedamos frente a frente. También llevaba lentes oscuros. Su boca era de labios gruesos y sabía sonreir. Cabello negro largo, levemente ondeado. Rostro un tanto acaballado. El cabello hacia atrás en una coletta alta y sin tirantez.
-Él creía que estaríamos solos –le dijo Clara a Xoana-.
Xoana le devolvió una sonrisa a la otra mujer. Miré hacia ambos lados.
-No se equivocaba. Estaremos solos –dijo Xoana-.
Clara volvió a acariciarme el muslo. Yo estiré nervioso las piernas y dejé ver mis botas tejanas marrones con puntera cuadrada. Comencé a girar la cabeza hacia Clara con el seño fruncido. Pero Xoana me tomó del mentón y giró mi rostro hacia ella. Mientras Clara volvía a frotar su mano entre la cremallera del jean y mi hebilla.
Xoana me levantó mis lentes oscuros hacia la frente.
-Te gustan mis pechos. Podés mirarlos sin verguenza –susurró-.
Hice una mueca dura.   
-No tengo verguenza.
-Quizás, entonces, te averguencen los pechos de Clara.
Y con sus dedos en mi barbilla giró mi cabeza hasta que quedé frente a Clara. Ella sonrió achicando la boca. A manotazos bruscos las quité de mi cuerpo y acomodé mis anteojos.
-Pensé que querías pasarla bien –dijo una de las dos, no supe quien-.
Asentí pero con la vista contra el piso. Eran dos mujeres. Dos juego de cilindradas a las que poner a funcionar. Pero ya dudaba. 


CONTINÚA en...
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lunes, 22 de agosto de 2011

El delicado vello de Victoria Vanucci


Se recomienda leer también "Adagio dulce al estilo Victoria Vanucci"

Tarde un tiempo en tomar conciencia de que “Victoria” era “Vanucci”. Pero, por fin, unos días después que ella pasó por el librería, la portada del libro Yo también tuve una novia bisexual, de Guillermo Martínez me servía de referencia. Era el mapa de una zona extraña por la que había pasado. En la tapa se veía la zona del estomago de un ser humano en un tono resplandeciente sobre fondo oscuro. La piel parecía suave. El ombligo era una delicia. Pero ¿se trataba de una mujer? ¿No se ve un corto y delicado vello? Y, sin embargo, no hay nada tan delicado con el pelo (el pelito, mejor decir) en la piel de una mujer que me gusta. Digamos que después del paso de mi primer recorrido por la Vanucci, opté por pensar que en la tapa del libro de Martínez se ve un humano. Delicado, suave y delicioso.
            En otro encuentro, Vanucci me contó algunas cosas de su vida (de sus vidas, sería mejor). Cómo la habían hecho mujer y cómo una persona puede hacerla mujer. Yo no soy un hombre con muchas luces. No soy un Marcos García, que relata como se levanta a sus amantes ( http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/07/volvio-una-noche.html ), ni soy un Jorge Rojas, que referencia con la mayor elegancia como su súper dominatrix Belu le perfora el ano ( http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/07/el-uniforme-y-el-soldado.html ). La noche lluviosa de domingo en que ví a Vanucci, estaba más gris que de costumbre. Con todo, hasta cierto punto, puedo entender por que Victoria me eligió a mi (y es más que obvio por qué yo me dejé deslumbrar por ella). Lo que no me termina de cerrar en mis pensamientos es cómo es que ella apareció por el local. En principio parece claro que entró para ver su propio libro de fotografías. Pero ¿no hay librerías en avenida Alvear? ¿O es que ella no tiene nada que ver con avenida Alvear? Antes de pasar a como ella es mujer u hombre o lo que sea que quiera ser, mejor, veamos qué es lo que ella hizo de mi. Esa historia comenzó conmi
go agachado, rodillas flexionadas frente a sus formadas piernas.
Acerqué la cabeza hasta rozar mis labios con su muy abultado short de cuero negro. Ella me detuvo con sus manos enguantadas sobre mi frente. Me sostuve en sus botas bucaneras para no despegarme. El anochecer era demasiado miserable y el local demasiado pútrido para salir de allí. Aferré sus muslos con mis manos. Sus piernas eran fuertes. Así agarrado, subí con mis labios, me metí bajo su remera larga oscura. Pasada la línea del cinturón fui subiendo hasta el ombligo. Allí me quedé. Justo abajo del ombligo. Con la punta de la lengua acariciaba con suavidad el surco de vello fino marcado por un cuidadoso depilado o afeitado –según se considerara que Victoria era mujer u hombre-. Su cuerpo hizo un ligero temblor.
Su mano enguantada tomó mi cabello desprolijo por la nuca. Tiró mi cabeza hacia atrás. Lentamente pero con firmeza. Volvió a acomodarse la remera. Me soltó. Tomé el libro de Beatriz Preciado del suelo y me incorporé. Cuando estuvimos frente a frente, bajé la mirada avergonzado. Victoria, en cambio, me escudriñaba. Creí leer ternura en ella. Estábamos en el fondo de la librería casi vacía. Ya no veía la garúa de la calle. La sensación de vacío en el estomago comenzaban a crecer. Pero fue inevitable. Cuando su mirada marrón volvió a cruzarse, nos besamos en los labios. Con fuerza y fruición. Al tacto sensual, su boca y sus alrededores en el rostro no me impresionaron distintos a los de cualquier mujer. El libro volvió a caer al piso.
Con mis manos por atrás, apreté con fuerza sus nalgas redondeadas en cuero. Las presioné contra mi pantalón de vestir. Y por primera vez (en mi vida), mi pene estuvo cerca de otro pene en situación erótica. Claro, el de ella se aparecía en mi como absolutamente femenino. Sin embargo, a pesar de la confusión que ya reinaba en mi, el asunto me sacaba de un domingo aburrido. Su cuerpo pujó por separarse. Nos despegamos. Esta vez pude sostener la mirada.
-Joaquín... –comenzó-
¿Ese era mi nombre? ¿Ese era yo? Seguramente era lo que decía el gafete blanco que me identificaba como vendedor de libros de la compañía. Ella susurraba.
-Me encanta lo que nos pasó. Pero no quiero que tengas problemas.
-Me siento extraño. Yo siempre fui, es decir, soy...

Sacó de una carterita, que hasta ese momento yo no había notado, un teléfono celular y se dispuso a anotar mis datos. Yo, en cambio, metí mi mano por  abajo de su remera y posé la yema de mi dedo índice sobre su ombligo y comencé a bajar. El short abultado me dio curiosidad. La acaricié sobre el cuero.
Le miré el rostro. Cuando logré salir de sus ojos producidos y pestañas puntiagudas, comencé:
-Hay cosas que no entiendo.
Rió un poco. Para mi, hasta ese momento había sido “Victoria”. Aunque ya comenzaba a intuir un apellido cargado de glamour y escándalo que no se correspondía con un domingo húmedo, un empleado bucólico, en una librería desierta. Quedamos en futuros encuentros. Cambiamos números celulares de diez cifras. Ella comentó al paso que, a cuenta de una honorable, talentosa y famosa cantante  inglesa –que no viene al caso mezclar aquí- ella haría unas fotos y que quizás, hasta pudiera asistir a alguna de esas sesiones (siempre y cuando ella llegara a blanquerme como un “amigo” o algo así). Yo ya sentía fragancias, colores, aventuras (y estridentes contradicciones) que nunca había vivido hasta entonces. Aun quedaba el pasado de nuestras vidas. Tuve una, quizás única, certeza: Sea lo que ella o él fuere, era hermosa.



martes, 16 de agosto de 2011

La noche del sueño eterno

Se recomienda leer también "Volvió una noche"
http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/07/volvio-una-noche.html

Tengo casi la misma edad que mi amigo Jerry (creador de este Black Rabbit) y soy un hombre sensible. Con todo el peso que la idea tiene desde los años 80 en adelante. Quizás por eso sé lo que significa, aunque sea sólo con la yema de los dedos, que un hombre llegue al umbral de la herida más tierna de una mujer, aunque ella esté escondida detrás de la costura de un jean. Sandra apenas había abierto las piernas para facilitarme esa caricia insondable.
Pero, mientras yo estaba con mis dedos por esa zona angosta y mullida del jean grueso de ella, el vagón del subte estaba lleno. El transpirado del mundo estaba entre nuestros adorables juegos perfumados.
Sandra Pasadella y yo estábamos perdidos. Enroscados en un abrazo en el asiento largo del vagón del túnel, de la noche de salida del trabajo. Yo recorría los labios gruesos de la rubia con los míos. Hasta que despegamos los rostros. Ella bajó un poco la vista. Sus ojos celestes lavado a lo Madonna eran inmensos y fáciles de seguir. Quité el saco de mis piernas. En la zona de la cremallera de mi pantalón de vestir Sandra observaba mi erección. Quizás hasta la disfrutó. ¿Qué creen ustedes?
Acaricié su rostro, cerca de su oreja y su cabello rubio y largo. El subte se bamboleaba a una estación más. Su piel estaba tibia. Me volví a perder en sus ojos celeste lavado mientras ella los entrecerraba. Ahora era su mano la que arañaba con delicadeza mi erección bajo la cremallera del pantalón de vestir en plena escena pública. Ambos olvidamos el apriete del resto de los pasajeros. Me sentía el único hombre. Volví a poner mis manos sobre sus muslos de jean grueso. Pero no.

Un tirón. Ella me detuvo. Alejó mi rostro del suyo con ambas manos.
-Paremos acá –anunció-. Vos estás casado –retomó ella-. Tenés hijos.
Hice una mueca. Sus mejillas estaban sonrojadas. Sus ojos inmensos estaban por mi barba candado cuando habló.
-Ese momento ya pasó.  Fue hace cuatro años. Ya te lo dije. Ahora estoy muy enamorada de otra persona.
-¿Otra vez vas a volver a echarme en cara lo de hace cuatro años? –dije con desgano-. Ya te lo cobraste hace dos años, cuando no me respondías ni un llamado.
Esta vez bajó la vista hacia la nada.
-Yo estaba muerta de amor por vos. Pero vos, nada.
-Mi mujer estaba embarazada de Andresito. No podía -lamenté-. Lo sabés –hice un silencio-. Ahora es distinto. Y yo no niego otras relaciones. Vos me movés la estantería. Yo a vos. Nos buscamos. Nos encontramos.   
Las explicaciones, las argumentaciones, me sacaban de mi papel de hombre seductor y eso no hacía más que fastidiarme. Además, de qué valían argumentaciones si yo no podía tener a la reina, en la ciudad del escondite soñado. En el lugar de Sandra Pasadella no tenía que vender libros, ni ganar plata, quizás ni trabajar. Allí era siempre el detective Marlowe, siempre ganador, siempre distante. Siempre sensible. Ella me hacía seductor. Siempre clandestino.  
-No sabés lo que puedo hacer yo –reflexionó como si no me hubiera escuchado- cuando estoy muerta de amor –creí ver una muy leve sonrisa rosada en el labio-. Ahora ya está –acabó en un susurro-. Ya estoy con otra persona. 
No valía la pena insistir. Sin embargo, en su tristeza vi mi última esperanza. El subte ya llegaba a la estación en que yo debía bajar.
-Cenemos juntos mañana y hablamos –largué de un saque-.
Ella dudo. No levantaba la mirada del piso sucio del vagón.
-Me tengo que bajar –la intimé-.
-Un café –por fin levantó la vista-. Vayamos a tomar un café. Te llamo al celular.
Me puse de pie para salir. El convoy ya llegaba a estación. Sus ojos eran dos lágrimas de mar al amanecer. Le acaricié la mejilla tibia con dorso de los dedos.
-Estas enamorada, ¿no?
Asintió. Yo salí disparado del subte, junto con el gentío hacia el anden.
La noche de la avenida Corrientes. Encendí un cigarrillo. El obelisco al frente, entre las hilera de luces. Las librerías y teatros. Ciudad de Buenos Aires. Planes clandestinos entre bocanadas de tabaco. Cenas. Telhos. Esos ojos celeste lavado a lo Madonna. Esos jeans ajustados. Esas botas tejanas sobre mi tobillo. Todo un mundo paralelo.
Doblé por una calle lateral a la avenida hasta llegar al edificio. Subí al departamento. Etna y los chicos salieron a recibirme. La pase bien en la cena. Con esa familia hermosa que tengo. Los amo. Amo a Etna, mi mujer, esa morocha pequeña y preciosa. No fornicamos. Pero me acosté con ella cansado y feliz.
Jamás creí que Sandra me volvería a llamar. Sin embargo, lo hizo.

lunes, 8 de agosto de 2011

Cartas a la reina plateada II. Pasos fatales

SE RECOMIENDA LEER
"Cartas a la reina plateada"
http://blackrabbitdejerry.blogspot.com/2011/06/cartas-la-reina-platerada.html
 
Alina María:

       Soy enteramente feliz ante vos. Desde que en nuestros, por ahora, breves encuentros, me saludas con tu adorable “besá mis labios” soy preso y enamorado de vos. En seguida,  con delicadeza, te bajás el short blanco y luego la tanga plateada, para que yo acuda arrodillado a esos labios. A tus labios bajos. A los que beso y acaricio con mi lengua con fruición y encanto. Sin embargo, me cuesta escribirte porque estoy envenenado por cuestiones de trabajo. Me cuesta concentrarme en el placer. Pido disculpas arrodillado ante ti. Con todo, sé que vos, reina total de mi corazón, me estas preparando para que pueda enfrentar situaciones de gravedad como tu verdadera caballero.
       Sin embargo, tengo la necesidad de insistir sobre algunas cuestiones aquí ya que no tengo palabras cuando estoy frente a tu cuerpo. Al final de la charla del lunes, vos me dijiste “infeliz”.

Eso estuvo equivocado. Realmente, soy feliz en mi condición y lo soy aun más cuando me tenés a tus pies. Amenazas tales como “no vas a para de sufrir” están de más. No porque no sean ciertas sino porque son innecesarias: sos mi dueña, podrás hacer conmigo lo que quieras sin necesidad de estar reafirmándolo. Lo sabés. Lo sé.
      Me encantan las amas que pueden someterme completamente sin usar la violencia y casi sin mover un pelo. Me encantan esas mujeres que solo te dicen “tierno…” y hacen que el pene se te pare de tal manera que te entregás servido en bandeja y con moño de regalo. Sé que con vos, además de ese mágico don, estoy incorporando sensaciones y aprendizajes sin los cuales me sería imposible enfrentar el destino.
            A tus pies, tu más sumiso caballero...

Julius


Alina María, reina adorada de mi corazón:
Los encuentros son breves y espaciados en el tiempo. Y yo ardo de deseos de estar acostado en el piso boca arriba y desnudo con vos en el salón de pisos de madera a media luz. Vos llegarías caminando con tus zapatos blancos de taco y puntera aguda, vestida con el short blanco. Te pararías cerca de mi cara, quizás sonreirías y, a modo de saludo, acercarías tu zapato a mi boca.
Yo lamería y besaría la punta aguda, y luego la suela. Hasta meterme el taco en la boca lo más al fondo posible. Yo lo “mamaría” con obediencia. Vos podrás decirme “puta” o bien “pela el pene, puta”. Y yo, desnudo en el piso como estaría, me tomaría el pene alzado con ambas manos y tiraría la pielcita de la cabeza hacia atrás, todavía con el taco en mi paladar.
Luego caminarías con pasos fatales alrededor mío y te pararás entre mis piernas abiertas. Con la punta del zapato blanco levantarías la cabeza del pene y lo irías empujando hasta presionarlo contra mi estomago. Yo sentiría el pene tibio en la panza. Podrás clavarme el taco en los huevos o más abajo. Presionarías con el taco y así harías que el pene se tense aun más. Sin embargo, yo ya estará pisado y controlado. Será doloroso. Pero puedo asegurarte que no gritaré. El placer me invadirá la boca. Estar así frente a su diosa es lo más hermoso que le puede pasar a un hombre. Vos podrás mirarme a los ojos y quizás sonreir. Nuevamente seré tuyo. Lo sabés.
Me cuesta hacerme tiempo pero necesito escribirte. Como te sugerí en mi anterior misiva, en el ámbito de la gerencia son tiempos de intrigas palaciegas. Una jefatura desplaza a otra y esta última desaparece como si se la hubiera tragado la tierra. Habrá que andar con cuidado y ojos en la nuca. Sé que todo lo que haga junto a vos, me ayudará a servirte en esta causa, como su hombre blindado sirve a su reina.
            Por eso insisto en que me concedas tu presencia.
Besos a tus pies, tu más sumiso caballero…